Mi madre era la mujer más creyente de todos
los tiempos. No solo porque creía en Dios y en todas las bondades y
maldiciones que un Dios humanizado da. Sino porque creía en todo. A ella eso de
creer se le hacía fácil. Creía, por ejemplo, en ángeles, brujas, fantasmas,
casas embrujadas, leyendas urbanas, horóscopos, en el capitalismo y en mi
padre. También, por su puesto, creía en mí, y eso que le di muy buenas razones
para que su creencia en mí se desvaneciera. En cambio, a mí eso de creer por
creer me cuesta. No creo en absolutamente nada. Intente creer en reiteradas ocasiones:
fui a diferentes iglesias, viaje por todos los lugares a los que mi presupuesto
me permitió y en momentos desesperados me enamoré. Sin embargo, mi falta de fe y
cinismo ante la vida prevaleció. Rendida, pasé por 33 años cansada, sin mucha
esperanza y viendo a la muerte como una
aliada.
La noche del 15 de abril mi hermana menor
llamó. Llorosa y nerviosa me dijo que mi madre y ella se encontraban en la sala
de emergencia del Hospital María Auxiliadora.
Apresuré el paso para ver la carita chiquita de mi madre y, tal vez,
abrazarla por última vez. En el camino hacía el hospital pensé en aquel
cumpleaños en el que solo estuve 20 minutos con ella; el trabajo,
mi tristeza y los estudios abarcaban todo mi tiempo. Pensé en por qué no fui
este último domingo a casa.
El celular sonaba reiteradas veces, todas las llamadas eran de mi hermana. No
contestaba, sabía las palabras que ella diría, sabía sus reclamos y sabía sobre
esa tristeza que, en ese momento, también era la mía. Aunque su dolor,
seguramente, era más creíble. Al llegar al hospital, mi hermana me miró con ira
como si yo hubiese matado a nuestra madre. Así somos nosotras, la tristeza se
manifiesta como enojo. Intuitivamente; la abrace, se rindió y lloró. Los días
siguientes fueron terribles. Mi hermana siempre fue la fuerte, a pesar de ser
yo la mayor ella realizó todos los papeleos. Organizó todo lo que
convencionalmente se realiza ante la muerte de un ser querido. Yo la abrazaba
cuando ella se derrumbaba, ese era mi único papel en nuestra familia de tres. A
pesar de ser esa mi única función, me fui alejando de ella con las semanas.
Parecía que la normalidad regresaba a la vida
de mi hermana. Mientras que en la mía, la única normalidad que hubo es el
regreso al trabajo. La vida ya era insoportable antes, pero ahora era aun más.
Discutía con mis jefes, lloraba en el baño, lloraba en la oficina y lloraba en el
autobús. Lo insoportable no fue la ausencia de mi madre; era tan poco el tiempo
que pasé con ella en los últimos años que su ausencia era una costumbre en mi
vida. Lo insoportable fue que yo era hija de mi madre, y éramos tan diferentes;
ella quería pasar más tiempo conmigo y yo, cada día era más distante. Lo triste
era que no me quedó ni un poco de su fantasía en mí para sobrellevar su partida
y la vida.
Pasaron seis meses luego de la muerte de mi
madre, llevaba varias semanas sin salir, comía lo que había en el refrigerador
y lo que mi hermana, de vez en cuando,
traía.
Eran las 3:35 am y mi vecino sintonizaba alguna radio. Cerré la ventana para no escuchar sus repetidas canciones. Mientras me echaba para tratar de dormir escuché “Que yo me voy porque mi mundo me está llamando” era la voz de Buika, la cantante favorita de mi madre. Regresé a mis 15 años y la voz de mi madre me decía al oído “Claro que los ángeles no te hablan, no pueden. Ellos se comunican a través de las canciones, por eso en el momento indicado aparece la canción que necesita tu vida”, recuerdo que fue en replica a algún comentario insidioso que hice sobre el gran imaginativo de mi madre. La recordé bailando, tan expresiva, tan alegre y al mismo tiempo con una tristeza que nunca logré descifrar. Lloré y, por primera vez en ese periodo, supe por que lloraba. Me obligue a salir de la cama, puse las canciones que solía bailar mi madre cuando yo era niña y yo bailaba a lado de ella, imitándola.
Eran las 3:35 am y mi vecino sintonizaba alguna radio. Cerré la ventana para no escuchar sus repetidas canciones. Mientras me echaba para tratar de dormir escuché “Que yo me voy porque mi mundo me está llamando” era la voz de Buika, la cantante favorita de mi madre. Regresé a mis 15 años y la voz de mi madre me decía al oído “Claro que los ángeles no te hablan, no pueden. Ellos se comunican a través de las canciones, por eso en el momento indicado aparece la canción que necesita tu vida”, recuerdo que fue en replica a algún comentario insidioso que hice sobre el gran imaginativo de mi madre. La recordé bailando, tan expresiva, tan alegre y al mismo tiempo con una tristeza que nunca logré descifrar. Lloré y, por primera vez en ese periodo, supe por que lloraba. Me obligue a salir de la cama, puse las canciones que solía bailar mi madre cuando yo era niña y yo bailaba a lado de ella, imitándola.
Con 33
años sentía que bailaba a lado de mi madre, nuevamente. No me sentí sola. Decidí
creer, al menos por esa noche, que un ángel me habló a través de una canción, creer
que mi madre estaba en el picaflor que venía a visitarme, creer en el amor, hasta me animé a creer en mí. Me di cuenta que en la tristeza y
alegría de mi madre estaba el argumento perfecto para creer solo por creer.
Por
Dessiré Tito
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