En la oficina de cierto ministerio —cuyo nombre no importa porque todas las oficinas se parecen— trabajaban P y C. Lamentablemente, C tenía enamorada, así que esta trágica historia de amor no podía consumarse - no tan pronto, al menos- . C luchaba contra sus emociones por P, porque D, su enamorada, le proporcionaba todo lo que un hombre de los años 50 podría desear; le limpiaba la casa, le lavaba los platos, le daba un hogar bastante decente para lo que él realmente ganaba y merecía. D pagaba la mitad del alquiler del departamento, aunque C tenía una habitación enorme y un baño solo para él. C hacía chistes rancios, como cuando decía "comida gratis", porque sí, D también le cocinaba y compraba los insumos.
A C le gustaba sentirse moderno, de esos hombres 50/50, pero realmente practicaba una contabilidad muy antigua: si D ganaba más, entonces que pague más. Igualdad, sí, pero de la que siempre lo deja a uno más cómodo que al otro.
Por supuesto, C era moderno, pero no idiota: si tenía una criada gratis, no iba a desperdiciar el privilegio. ¡Pero ojo! él jamás lo pedía. Nunca. Qué va. Él simplemente dejaba los platos sucios en la cocina, como quien deja migas para que los duendes trabajen de madrugada. La basura, según su lógica evolutiva, debía tener patitas propias, porque siempre desaparecía sin que él tocara una sola bolsa.
Y lo de la comunicación, bueno, él practicaba la versión “premium” del silencio: moderno, sí, pero con esos matices vintage de los años 50, el tipo de matices que a los hombres les encantan porque aseguran que la mujer haga el trabajo emocional mientras ellos supervisan desde el sofá.
Él no hablaba. No hacía falta. Para eso estaba D, para adivinar. Que D descifrara sus cambios de humor, sus enojos misteriosos, sus desapariciones repentinas. Era como vivir con un acertijo con piernas: complicado, inútil y, según él, muy profundo. Moderno, sí. Pero solo en lo que le convenía.
P y C, entretanto, continuaban con su danza laboral, llena de miradas torpes y conversaciones que parecían inofensivas. C, hay que decirlo, no era experto en lealtades. Su brújula moral funcionaba como impresora pública: aleatoria, lenta y casi siempre atascada. Para él, lo difícil era lo valioso, lo prohibido siempre mejor. Si alguien duda, que recuerde a su ex, a la que "se la quitó" a un amigo, claro "ni tan amigos".
D empezó a preocuparse por C, él ya se había burlado antes de las emociones de D, pero ahora ni siquiera se molestaba en hacerlo de manera inofensiva. Se volvió distante, más frío, más cruel. Sus chistes ya no eran sobre temas triviales, ahora se metían con los problemas familiares de D. Como los problemas con su padre. D no es una santa paloma, claro que tiene problemas, pero sobre lealtad, al menos, eso si sabe.
En un momento D le exigió respuestas a C.
—¿C, me debo preocupar por P? ¿Te gusta o te atrae?
—No, solo es una amiga. Sabes que no me meto con amigas. No me parece bonita, no me atrae.
La negación fue tan rotunda que, cualquiera con dos dedos de frente, habría sospechado. Pero D quería creerle. El amor a veces es eso: creer lo inverosímil porque la alternativa es demasiado triste.
Sin embargo, en la oficina todos notaban la chispa entre P y C. Digamos "chispa" para hacer esto más romántico, porque en el amor "todo vale". La gente los molestaba con insinuaciones cada vez más evidentes. Pero C insistía: "No me conoces". "P es solo una amiga".
Para calmar a D, C la invitó a conocer a sus amigos del trabajo. Entre ellos, por supuesto, P. D, que estaba en la cuerda floja entre la intuición y el autoengaño, se esforzó en ser amable. Les sirvió vino. Sonrió. Incluso cuando P, con esa actitud dulce de las personas que no saben muy bien qué lugar ocupan en una historia ajena, quiso ser simpática.
El departamento estaba en venta. C y D planeaban mudarse, aunque él ya había decidido irse del país por un año. Cada uno miraba barrios distintos, anuncios distintos, futuros distintos. Pero entonces, en un arranque que nadie entendió —ni él mismo— C dijo:
—¿Y si compramos el departamento?
D pensó que era una broma. Pero también pensó que a veces los milagros ocurren. Recordó al C de antes: el que le decía “tú vales todo el esfuerzo”. El que la abrazaba sin prisa. El que la hacía sentirse suficiente. Como una garúa limeña que apenas moja, pero igual acompaña.
Dos semanas después, C terminó con D. De la manera más inesperada.
—¿Por qué? —preguntó D, una y otra vez.
Pero C nunca respondió con la verdad. C daba respuestas vacías, frases huecas con la forma de explicación pero sin contenido. No podía decir la verdad. No quería admitir que se había enamorado de P o que ya la elegía en silencio. Eso habría derribado su discurso anti-romántico, su gran posición anti intensidad. Él no quería hacer lo que hizo su padre, pero terminó haciéndole a D lo mismo que su padre a su madre.
D, ingenua —pero no tonta— se rompió. Era la primera vez que bajaba la guardia con alguien, y lo había hecho porque C supo decir las palabras exactas para romperla después. Él era encantador al inicio, como todos los hombres que creen que el encanto es solo un truco de conquista. Ella se enamoró de alguien que no existe, que C inventó por conquista, porque si no cuesta para él no es lo suficiente. Él lo confirmo, cuando por llamada dijo a D, aún sorprendida por lo inesperado del final "Entiendo que no entiendas que se terminó porque tú eras la que daba todo en la relación". Eso fue lo que hizo que D entienda que no existía el hombre del inicio, que C había fabricado un gran personaje, y ahora, luego de tres años solo existía ese hombre lleno de silencios:
Mientras ella lloraba, él jugaba DOTA.
—Ya terminamos —repetía, como si fuese una contraseña.
D, que ya no tenía lágrimas para desperdiciar, cortó todo contacto. Se fue. Guardó lo que quedaba de su dignidad en una bolsita plástica de bodega y siguió. No vamos a mentir, se culpó por meses, por todo, por pensar que ella falló, por volver a confiar en alguien que no valía la pena.
Mes y medio después, una amiga la llamó. Había visto a C con P. Juntos. Sonrientes.
D sonrió también, con esa sonrisa amarga que es casi un alivio. Sus sospechas habían sido correctas. No estaba loca. Bueno, un poco, pero no por eso.
Cuentan que C y P ahora están juntos. Que se ven felices. Que viven, o intentan vivir, su propio “para siempre”.
Epílogo
P no sabe, todavía, cómo es C cuando se apaga la magia. No sabe que él también comenzó así con D, y con la que vino antes de D. Que siempre tendrá una "amiga del trabajo". Que la intensidad le atrae hasta que lo abrasa demasiado fuerte, y lo conoce. Que se irá con la próxima que le dé la impresión de ser difícil, esquiva, o simplemente nueva.
Este cuento está dedicado a C,
el hombre más pequeño del mundo,
aunque no por su estatura.
Porque en el fondo, hay gente que
no importa cuántas vidas toque,
nunca llega a crecer.
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