jueves, 29 de agosto de 2019

“Boulevard of broken dreams”


Hice el mayor esfuerzo por llegar antes de que cierre la oficina de trámites, aun así, no lo logré. Luego de rogarle por unos cinco minutos a la señorita que lo atendía, decidió buscar mi diploma de bachiller. Me lo dio dentro de un recipiente en forma de tubo, me hizo firmar unos papeles y cerró de golpe la ventanilla. Estuve unos minutos observando ese tubo en el que se encontraba mi diploma; tenía el logo de una de las universidades nacionales más prestigiosas del país y ese color guinda que tanto odio, y con el cual me gradué.  Lo tomé y recordé todas las fotografías que vi en las redes sociales de mis compañeros compartiendo la hazaña que significaba tener ese tubo en sus manos, su alegría y su emoción.  Mientras caminaba a la salida me preguntaba por qué no me causa la misma emoción ese diploma, debería significar muchas cosas, pero solo causaba una emoción en mí: tristeza.

Me puse los audífonos y la música lo más alto posible. Observaba la gran ciudad universitaria, que me albergo durante cinco años y medio. Ahora, parecía un campo minado o el contexto de alguna guerra civil: las veredas destruidas, montones de arena en los lados, los postes tenían una curiosa forma que parecían estar deprimidas y la luz tenue. Pasé por el comedor; como siempre, tenía un gran cartel que solicitaba los mismos derechos que exigen desde que ingresé —las cosas no han cambiado— pensé. Me preguntaba desde cuándo mi universidad será como la universidad que conozco ¿Cuándo fueron esos grandes inconformistas de los que me hablaron? Tal vez tengan razón, las dictaduras nos jodieron e hicieron de un nicho de inconformistas rebeldes,  un santuario de mojigatos adoradores de un papel que diga que eres algo en la vida. ¡Mierda! Empezó a sonar “boulevard of broken dreams”. Empiezo a reír compulsivamente,  las pocas personas que coinciden en mi camino me temen. — Carajo ¡Qué irónico! Caminar por aquí, con veredas destruidas y que suene esa canción— lo digo con voz fuerte como para que me teman más. Con cada pasó río más fuerte. —Tal vez esa canción trata sobre nuestra generación. Caminamos solos, los sueños de las generaciones que nos antecedieron destruidas a nuestro alrededor, y nosotros solo observamos deseando que el otro que también camina solo, nos encuentre—. Mi risa se vuelve tenebrosa y empiezan a brotar lágrimas negras de mis ojos. Estoy frente a la puerta de salida, la uno le dicen. Me detengo  — Mierda ¡Qué irónico! Tengo el diploma que me indica que soy algo; lo acabe, me esforcé y resulta que no quiero ser ese algo que dice en el papel— Lloró desconsoladamente, mientras el guardia de la puerta no sabe qué hacer.

Por Dessiré Tito

miércoles, 21 de agosto de 2019

La función de arte /3


Mi tío coleccionaba muñequitos de todo tipo; tenía los de Los Picapiedra, algunos de dinosaurio, y sus preferidos, los de Don Gato. Cuando jugábamos los poníamos en fila y los hacíamos hablar; inventábamos historias. A veces, yo era una gigante que los ayudaba a recaudar agua y alimentos o una gigante malvada que los quería aniquilar.

Mis  tardes eran así; buscaba a mi tío para jugar con esos muñequitos o que me contara historias de terror.  En una de esas tardes, entré a su cuarto y él no estaba. Encontré varios dibujos tirados en el piso, uno sobre otro, de forma desordenada.  Me puse a observarlos: eran trazos fuertes y desesperados; en su mayoría eran mujeres desnudas en poses sugerentes. Pero sus rostros no eran normales; eran monstruosos, todas estaban desfiguradas; a algunas se les salían clavos por la piel, gusanos o algún otro ser dentro de ellas.

En el momento en que mi tío entró al cuarto yo había dejado sus más oscuros dibujos expuestos. Él me miró asustado, se acercó y los guardó. Toda esa tarde me explico que el escucha voces, siempre son mujeres.  Me explicó que esas mujeres lo trataban mal y en sus momentos más terribles él las podía ver y se veían como en esos dibujos. Me dijo que la única forma de callarlas era a través de los dibujos, tenía que exponerlas. Me enseñó cómo; ponía a Litsz a todo volumen y empezaba a dibujar. Callar a sus demonios, le decía.

Pasaron más de 10 años de esa tarde. Ahora yo escucho voces, pero no son tan claras como las voces que le hablaban a mi tío, en su mayoría son mujeres; pero son parecidas a mí. Mi tío me enseñó a callarlas, es por eso que dibujo. 

Por Dessiré Tito

viernes, 16 de agosto de 2019

Creer


Mi madre era la mujer más creyente de todos los tiempos. No solo porque creía en Dios y en todas las bondades y maldiciones que un Dios humanizado da. Sino porque creía en todo. A ella eso de creer se le hacía fácil. Creía, por ejemplo, en ángeles, brujas, fantasmas, casas embrujadas, leyendas urbanas, horóscopos, en el capitalismo y en mi padre. También, por su puesto, creía en mí, y eso que le di muy buenas razones para que su creencia en mí se desvaneciera. En cambio, a mí eso de creer por creer me cuesta. No creo en absolutamente nada. Intente creer en reiteradas ocasiones: fui a diferentes iglesias, viaje por todos los lugares a los que mi presupuesto me permitió y en momentos desesperados me enamoré. Sin embargo, mi falta de fe y cinismo ante la vida prevaleció. Rendida, pasé por 33 años cansada, sin mucha esperanza  y viendo a la muerte como una aliada.

La noche del 15 de abril mi hermana menor llamó. Llorosa y nerviosa me dijo que mi madre y ella se encontraban en la sala de emergencia del Hospital María Auxiliadora.  Apresuré el paso para ver la carita chiquita de mi madre y, tal vez, abrazarla por última vez. En el camino hacía el hospital pensé en aquel cumpleaños en el que solo estuve 20 minutos con ella; el trabajo, mi tristeza y los estudios abarcaban todo mi tiempo. Pensé en por qué no fui este último domingo a casa.

El celular sonaba reiteradas veces, todas  las llamadas eran de mi hermana. No contestaba, sabía las palabras que ella diría, sabía sus reclamos y sabía sobre esa tristeza que, en ese momento, también era la mía. Aunque su dolor, seguramente, era más creíble. Al llegar al hospital, mi hermana me miró con ira como si yo hubiese matado a nuestra madre. Así somos nosotras, la tristeza se manifiesta como enojo. Intuitivamente; la abrace, se rindió y lloró. Los días siguientes fueron terribles. Mi hermana siempre fue la fuerte, a pesar de ser yo la mayor ella realizó todos los papeleos. Organizó todo lo que convencionalmente se realiza ante la muerte de un ser querido. Yo la abrazaba cuando ella se derrumbaba, ese era mi único papel en nuestra familia de tres. A pesar de ser esa mi única función, me fui alejando de ella con las semanas.

Parecía que la normalidad regresaba a la vida de mi hermana. Mientras que en la mía, la única normalidad que hubo es el regreso al trabajo. La vida ya era insoportable antes, pero ahora era aun más. Discutía con mis jefes, lloraba en el baño, lloraba en la oficina y lloraba en el autobús. Lo insoportable no fue la ausencia de mi madre; era tan poco el tiempo que pasé con ella  en los últimos años que su ausencia era una costumbre en mi vida. Lo insoportable fue que yo era hija de mi madre, y éramos tan diferentes; ella quería pasar más tiempo conmigo y yo, cada día era más distante. Lo triste era que no me quedó ni un poco de su fantasía en mí para sobrellevar su partida y la vida.

Pasaron seis meses luego de la muerte de mi madre, llevaba varias semanas sin salir, comía lo que había en el refrigerador y lo que  mi hermana, de vez en cuando, traía.

Eran las 3:35 am y  mi vecino sintonizaba alguna radio. Cerré la ventana para no escuchar sus repetidas canciones. Mientras me echaba para tratar de dormir escuché  “Que yo me voy porque mi mundo me está llamando” era la voz de Buika, la cantante favorita de mi madre. Regresé a mis 15 años y la voz de mi madre me decía al oído “Claro que los ángeles no te hablan, no pueden. Ellos se comunican a través de las canciones, por eso en el momento indicado aparece la canción que necesita tu vida”, recuerdo que fue en replica a algún comentario insidioso que hice sobre el gran imaginativo de mi madre.  La recordé bailando, tan expresiva, tan alegre y al mismo tiempo con una tristeza que nunca logré descifrar.  Lloré y, por primera vez en ese periodo, supe por que lloraba. Me obligue a salir de la cama, puse las canciones que solía bailar mi madre cuando yo era niña y yo bailaba a lado de ella, imitándola.

Con 33 años sentía que bailaba a lado de mi madre, nuevamente. No me sentí sola. Decidí creer, al menos por esa noche, que un ángel me habló a través de una canción, creer que mi madre estaba en el picaflor que venía a visitarme,  creer en el amor, hasta me animé a creer en mí. Me di cuenta que en la tristeza y alegría de mi madre estaba el argumento perfecto para creer solo por creer.

Por Dessiré Tito

lunes, 12 de agosto de 2019

Motivaciones perdidas


Me dirijo a su trabajo. Él era un cliente más. Ese era un día más. Me repito que la universidad de mi hija no se paga sola, que la comida no llega a la mesa por obra de Dios, como piensa la madre de mi hija.  El joven al que recogería decide cancelarme en el momento en el que estoy a un minuto del lugar de recojo, luego de esperar los 3 semáforos de la Javier Prado y su habitual tráfico. 

Espero otra carrera. Esta vez tendría que esperar a una señorita tres cuadras más arriba. Llego al lugar, espero. Pienso que mi trabajo no es el peor de todos; pero, en serio, lo detesto. Mis días se resumen en recoger a un pasajero- tráfico- dejar pasajero y unas cuantas mentadas de madre en el camino. La señorita llega al carro, me saluda con una sonrisa algo forzada. Le pregunto si desea algún tipo de emisora en especial. Ella me indica que prefiere estar sin música y recibe una llamada; parece ofuscarse.

A unas cuadras, el semáforo se pone en rojo. Pienso: por qué esta ciudad será tan gris. Extraño mis días en el lugar en el que nací. Debí quedarme. Ahora cuando regreso las caras, las casas, hasta el cielo son diferentes. Odio está ciudad, odio estos carros, odio lo que hago. Me vuelvo a decir que mi hija vale la pena el esfuerzo. Un “avanza pues, ¡carajo! viejo huevón” detienen mis pensamientos de golpe. El semáforo ya estaba en verde y las bocinas de los carros no dejaban de sonar.
Cruzo el semáforo y la señorita estalla en llanto. Lloraba de forma desconsolada, como si el aire le faltara. Estaciono el carro para ayudarla. Sollozando me explico que su padre murió hace unos meses. Pero ella sentía todos los días que el día en que murió fue ayer.
Mi padre, era como usted; cuando tenía muchas cosas en la cabeza se distraía demasiado y se olvidaba de los semáforos o de los carros a su lado; conducía como un robot— me dijo, mientras respiraba profundo para calmarse.
—Señorita, es que con la edad uno se vuelve más distraído; los problemas nos absorben más de lo debido— trate de replicarle. De alguna manera quería excusarme y, de paso, excusar a su padre.

Conversamos durante una hora. Cuando llegue a casa abrace fuerte a mi hija, muy fuerte; como si yo fuese el que murió ayer y, seguro, moriría hoy día y los días siguiente. Entre todas las cosas que me dijo esa señorita, una de ellas me hizo pensar que no era el único que tenía que motivarse constantemente:
 “No sé cómo seguir sin mi padre. Siempre me motivo su sacrificio. Me quedaba estudiando un poco más porque quería recompensar en algún momento todo lo que mi padre hizo por mí. Pero, ahora, él se fue ¿cómo se lo recompenso? ¿Por qué sigo haciendo esto? Ni siquiera pude decirle gracias.” 

Por Dessiré Tito

No fue una pesadilla

 E ntre pesadillas, alguien me perseguía, nuevamente yo huía sin saber bien quién era aún, temía que me hiciera lo peor, eso que ni a una mu...