Me dirijo a su trabajo. Él era un cliente más.
Ese era un día más. Me repito que la universidad de mi hija no se paga sola,
que la comida no llega a la mesa por obra de Dios, como piensa la madre de mi
hija. El joven al que recogería decide
cancelarme en el momento en el que estoy a un minuto del lugar de recojo, luego
de esperar los 3 semáforos de la Javier Prado y su habitual tráfico.
Espero otra carrera. Esta vez tendría que
esperar a una señorita tres cuadras más arriba. Llego al lugar, espero. Pienso
que mi trabajo no es el peor de todos; pero, en serio, lo detesto. Mis días se
resumen en recoger a un pasajero- tráfico- dejar pasajero y unas cuantas
mentadas de madre en el camino. La señorita llega al carro, me saluda con una
sonrisa algo forzada. Le pregunto si desea algún tipo de emisora en especial.
Ella me indica que prefiere estar sin música y recibe una llamada; parece
ofuscarse.
A unas cuadras, el semáforo se pone en rojo.
Pienso: por qué esta ciudad será tan gris. Extraño mis días en el lugar en el
que nací. Debí quedarme. Ahora cuando regreso las caras, las casas, hasta el
cielo son diferentes. Odio está ciudad, odio estos carros, odio lo que hago. Me
vuelvo a decir que mi hija vale la pena el esfuerzo. Un “avanza pues, ¡carajo!
viejo huevón” detienen mis pensamientos de golpe. El semáforo ya estaba en
verde y las bocinas de los carros no dejaban de sonar.
Cruzo el semáforo y la señorita estalla en
llanto. Lloraba de forma desconsolada, como si el aire le faltara. Estaciono el
carro para ayudarla. Sollozando me explico que su padre murió hace unos meses.
Pero ella sentía todos los días que el día en que murió fue ayer.
—Mi
padre, era como usted; cuando tenía muchas cosas en la cabeza se distraía
demasiado y se olvidaba de los semáforos o de los carros a su lado; conducía
como un robot— me dijo, mientras
respiraba profundo para calmarse.
—Señorita,
es que con la edad uno se vuelve más distraído; los problemas nos absorben más
de lo debido— trate de replicarle. De alguna manera quería excusarme y, de
paso, excusar a su padre.
Conversamos
durante una hora. Cuando llegue a casa abrace fuerte a mi hija, muy fuerte; como
si yo fuese el que murió ayer y, seguro, moriría hoy día y los días siguiente. Entre
todas las cosas que me dijo esa señorita, una de ellas me hizo pensar que no
era el único que tenía que motivarse constantemente:
“No sé cómo seguir sin mi padre. Siempre me
motivo su sacrificio. Me quedaba estudiando un poco más porque quería recompensar
en algún momento todo lo que mi padre hizo por mí. Pero, ahora, él se fue ¿cómo
se lo recompenso? ¿Por qué sigo haciendo esto? Ni siquiera pude decirle gracias.”
Por
Dessiré Tito
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