-A los 23 aún se te permite ciertos errores.
Claro, no pueden ser tantos como a los 16-
Le dijo T. sonriéndole a J. mientras tomaba su mano y lo llevaba a la
salida de la cafetería. T. cruzaría el océano al día siguiente. Se iría del país sin fecha
de regreso, su hermana mayor había preparado el viaje desde hace unos meses. J.
la miraba; trataba de mantener el mayor
tiempo posible la imagen de ella, de su mano agarrando la de él, de su sonrisa,
de sus ojos saltones y gestuales. Ella lo llevaba, casi corriendo por la ciudad.
Llegaron a un bar que solo T. conocía, le
explico que ante su ausencia ella hizo amigos que la llevaron a ese bar y que
cuando iba por el tercer chilcano pensaba que ese bar sería perfecto para J.
Pidieron algunas cervezas y corearon las canciones que, en algún momento,
fueron el soundtrack de su propio romance. Recordaron ese ritual extraño que
hicieron antes de besarse por primera vez, al cual llamaron “bailar tango”.
Ninguno de los dos sabía bailar tango, pero lo intentaron hasta que las ganas
de besarse pudieron más. Recordaron aquel viaje, un bus que los llevaría a
cualquier lado. Recordaron el arte que hacían juntos, ella cantaba mientras él
tocaba la guitarra. Recordaron los años que imaginaron juntos. Recordaron las
sombras del pasado de ella. Se recordaron. Se besaron. Se admiraron. Lloraron.
Él imaginó como le pediría que no se vaya,
pero no tenía el valor. Él ya se había ido hace un tiempo ¿cómo le pediría algo
que él no hizo? Ella se imaginó desempacando, diciéndole a su hermana que en
Perú estaba bien, que le pondría más ganas al estudio, que para ella el teatro
había muerto y que ahora sería una mujer de bien. Ninguno de los dos realizó lo
imaginado. Ella tomó el avión que la llevaría a la madurez de un país lejano.
Él regreso a su ciudad, en el norte del país.
No se
volvieron a ver. Fueron dos años más una noche que se tuvieron en toda su vida.
Él, ni en sus últimos días, entendería las constantes ganas de correr de T.
Ella, jamás entendería la quietud de J. Ella huía de su
pasado por eso corría; él estaba
maravillado y asustado: Esa era la edad perfecta para sentirlo todo y huir de
todo. Ninguno de los dos había sentido aquello, ni lo volvieron a sentir. Solo
huían sin saber bien de qué o para dónde. Nunca llegaron al “dónde”, nunca
supieron el “para qué”, y eso fue lo hermoso de aquel instante que duró dos
años más una noche.
Por Dessiré Tito