miércoles, 2 de abril de 2025

La Poeta de porcelana

 "It's like all of my life everyone has always told me you're a shoe, you're a shoe, you're a shoe, you're a shoe, and then today, I just stopped and I said, what if I don't want to be a shoe? what if I want to be a purse, you know, or a hat?"- Rachel Green


En una casa de espejos y secretos, Clara existió como un escrito hecho por otros. Su piel, de porcelana; lisa, luminosa, sin fisuras, conservaba las huellas de quienes la moldearon: las uñas lacadas de su madre grabando decoro en sus clavículas y huesos salientes de la espalda, el aliento de pretendientes empañando su corazón de vidrio con expectativas y fisuras, las agujas de la sociedad cosiendo sus labios. Hablaba entre comillas, con voz prestada. Una mujer es un jarrón, susurraban, hecho para contener rosas sin espinas.

Pero la poesía agrieta, y clara estaba hecha de poesía, ella era poeta, solo que ejercía en su mente. La primera fractura llegó en el baile de otoño, algunos los llaman quinceañeros, mientras su madre ajustaba un corsé a Clara —Eres mi reflejo, mientras más delgada mejor, mientras más bella mejor—. “Sonríe, niña”, le dijo su padre mientras se burlaba de sus rodillas chuecas, “pero no demasiado, puede que un hombre te vea”, susurró los mismos que cosían su boca. Clara obedeció, hasta que su pómulo se partió con un sonido de hielo desgajándose. Una fisura trepó hacia su ojo, destilando no sangre, sino una resina luminiscente. Los expectantes jadearon, se burlaban, diciendo “no llegará muy lejos”. Su padre apretó un pañuelo contra la herida, murmurando conjuros: vergüenza, reparación, silencio.


Esa noche, Clara soñó con volcanes y ciudades grandes, pero sabía lo que ella era: Un simple escrito de la sociedad, la violencia de su niñez la condenaba, el peso de sus generaciones pasadas la marcaban; ella solo era un número más. Clara despertó con el cuerpo zumbando, un enjambre de fracturas, se tocaba para que nadie la vea en ese estado. Esa noche Clara escuchó murmullos de todas partes, — (sé pequeña, sé dulce, sé quieta) (sé valiente, se fuerte, no llores) (sé pequeña, sé dulce, sé quieta) (No lo intentes, terminarás igual que tu madre) (Mata la sintaxis que te obligaron seguir) (sé pequeña, sé dulce, sé quieta) (Sé el poema que siempre quisiste ser) (No eres rojo y negro, no eres serpiente, no eres la que terminará mal) (Terminarás con un hombre igual que tu padre)— Un grito desesperado interrumpió la casa de espejos y  secretos — ¡¡Basta!! —  Era Clara gritando, era Clara enojada, llorando, riendo alto, era Clara sin los modales de su madre, sin la sumisión a la que su padre la condenó, sus sonidos hicieron que el vestido de cristal se desprenda de ella. Su torso era un mosaico, cada fragmento un mandato fosilizado (sé pequeña, sé dulce, sé quieta). Clavó una uña en las grietas— No puedo ser más ella—. La porcelana se desprendió como cáscara de huevo, revelando una carne del color de la escoria, fundida y rugiente. Dolía. Ardía. Se rio, un sonido gutural que le incendió la garganta.


El renacimiento no es delicado, es monstruoso y a la vez hermoso. Clara arañó su coraza, los trozos cortándole las palmas al caer. Bajo ellos, su nueva piel se endureció —hierro entrelazado con obsidiana, una geografía de cicatrices y terquedad brillante—. Su cabello se enredó en humo negro, sus ojos eran del color de la tierra. Cuando su padre la encontró, la casa de espejos y secretos era un páramo de porcelana hecha añicos y orquídeas violáceas floreciendo entre los escombros. “Monstruo”, escupió el hombre, aferrando sus estampitas de san martin de Porres y del niño jesús. Clara sonrió, esta vez con todos los dientes. “No”, corrigió, su voz un derrumbe. “¿Quién es ella?”.


Hoy desayuné granates, escupí clavos en los espejos, siembro mi voz en los escombros, y de vez en cuando aterro a los mismos que me cocieron la boca. Visitó a las aún no libres, como una voladora de escarlata. Ahora crezco voraz, como una maraña de uvas fermentada y cantos de brujas. Algunas noches, visito la plaza de brujas, donde nos miramos, y nos sentimos nuestras, nos apoyamos y limpiamos las corazas de obsidiana de otras. Hacemos canticos dentro, un tambor gritando: romper, rugir, levantarse. Nos marchan con grietas en las mejillas, porque el pasado pasó, pero no se borra, y nos recuerdan que aún hay presas, pero nuestras lágrimas son de ópalo reluciendo, y  siempre me recuerda que ahora soy ella; libre, reluciente, eligiéndome.

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