"It's like all of my life everyone has always told me you're a shoe, you're a shoe, you're a shoe, you're a shoe, and then today, I just stopped and I said, what if I don't want to be a shoe? what if I want to be a purse, you know, or a hat?"- Rachel Green
En una casa
de espejos y secretos, Clara existió como un escrito hecho por otros. Su piel,
de porcelana; lisa, luminosa, sin fisuras, conservaba las huellas de quienes la
moldearon: las uñas lacadas de su madre grabando decoro en sus clavículas y
huesos salientes de la espalda, el aliento de pretendientes empañando su
corazón de vidrio con expectativas y fisuras, las agujas de la sociedad cosiendo
sus labios. Hablaba entre comillas, con voz prestada. Una mujer es
un jarrón, susurraban, hecho para contener rosas sin espinas.
Pero la poesía
agrieta, y clara estaba hecha de poesía, ella era poeta, solo que ejercía solo
en su mente. La primera fractura llegó en el baile de otoño, algunos los llaman quinceañeros, mientras
su madre ajustaba un corsé a Clara —Eres mi reflejo, mientras más delgada mejor,
mientras más bella mejor—. “Sonríe, niña”, le dijo su padre mientras se burlaba de sus
rodillas chuecas, “pero no demasiado, puede que un hombre te vea”, susurró los
mismos que cosían su boca. Clara obedeció, hasta que su pómulo se partió con un
sonido de hielo desgajándose. Una fisura trepó hacia su ojo, destilando no
sangre, sino una resina luminiscente. Los expectantes jadearon, se burlaban,
diciendo “no llegará muy lejos”. Su padre apretó un pañuelo contra la herida,
murmurando conjuros: vergüenza, reparación, silencio.
Esa noche,
Clara soñó con volcanes y ciudades grandes, pero sabía lo que ella era: Un
simple escrito de la sociedad, la violencia de su niñez la condenaba, el peso
de sus generaciones pasadas la marcaban; ella solo era un número más. Clara despertó
con el cuerpo zumbando, un enjambre de fracturas, se tocaba para que nadie la
vea en ese estado. Esa noche Clara escuchó murmullos de todas partes, — (sé pequeña,
sé dulce, sé quieta) (sé valiente, se fuerte, no llores) (sé pequeña,
sé dulce, sé quieta) (No lo intentes, terminarás igual que tu madre) (Mata la sintaxis
que te obligaron seguir) (sé pequeña, sé dulce, sé quieta) (Sé el poema
que siempre quisiste ser) (No eres rojo y negro, no eres serpiente, no eres la que terminará
mal) (Terminarás
con un hombre igual que tu padre)— Un grito desesperado interrumpió
la casa de espejos y secretos — ¡¡Basta!!
— Era Clara gritando, era Clara enojada,
llorando, riendo alto, era Clara sin los modales de su madre, sin la sumisión a
la que su padre la condenó, sus sonidos hicieron que el vestido de cristal se
desprenda de ella. Su torso era un mosaico, cada fragmento un mandato
fosilizado (sé
pequeña, sé dulce, sé quieta). Clavó una uña en las grietas— No
puedo ser más ella—. La porcelana se desprendió como cáscara de huevo,
revelando una carne del color de la escoria, fundida y rugiente. Dolía. Ardía.
Se rio, un sonido gutural que le incendió la garganta.
El
renacimiento no es delicado, es monstruoso y a la vez hermoso. Clara arañó su
coraza, los trozos cortándole las palmas al caer. Bajo ellos, su nueva piel se
endureció —hierro entrelazado con obsidiana, una geografía de cicatrices y
terquedad brillante—. Su cabello se enredó en humo negro, sus ojos eran del
color de la tierra. Cuando su padre la encontró, la casa de espejos y secretos
era un páramo de porcelana hecha añicos y orquídeas violáceas floreciendo entre
los escombros. “Monstruo”, escupió el hombre, aferrando sus estampitas de san
martin de Porres y del niño jesús. Clara sonrió, esta vez con todos los
dientes. “No”, corrigió, su voz un derrumbe. “No seré más ella, seré yo quien
sea que sea, pero yo”.
Ahora, Clara
escribe su propia poesía. Desayuna granates, escupe clavos en los espejos, siembra
su voz en los escombros, de vez en cuando aterra a los mismos que le cocieron
la boca años atrás, y sonríe a las que siguen atrapadas en sus propias casas de
secretos. Ahora Clara crece voraz, una maraña de uvas fermentada y cantos de
brujas. Algunas noches, visita la plaza de brujas, donde las chicas se agrupan
para apoyarse y limpiar sus corazas de obsidiana. Dentro, un tambor gritando: romper,
rugir, levantarse. Se marchan con grietas en las mejillas, lágrimas
de ópalo reluciendo, pero siempre siendo ellas, libres y eligiendo(se).